GALERÍA GURRIARÁN

 

LAURA RÍOS – PEDRO QUESADA

 

Hay una rama adherida a la pared del estudio, sus hojas han cobrado la formada azarosa del tiempo que retuerce sus nervios, mostrando haz o envés sin atender a otra normativa que no sea la del mismo ritmo de la vida, su paso, su deterioro, su existencia. Laura comenta que esa rama lleva un año en el mismo lugar. La cinta adhesiva, repartida en distintos puntos, la mantiene en posición vertical. Bajo la rama hay un tablero sobre el que se muestran distintas obras en proceso creativo: podemos ver frutas desgajadas, pájaros muertos, flores y otros cuerpos vegetales sostenidos por agujas y la omnipresente cinta adhesiva. Nada en ello es escabroso. Todas las imágenes son sutiles, bellas e inquietantes. Generan en el espectador asombro y extrañeza. Lo acercan hacia ese otro lugar sin tiempo al que se llega haciendo equilibrios por una tensa cuerda, y la vez serena, ubicada entre dos puntos que podrían ser lo esencialista y lo cotidiano.

 

Además uno debe fijarse bien, ajustar el objetivo de la mirada entre figura y fondo, para darse percibir un detalle importante: la tabla de soporte, sobre la que Laura me muestra estas obras de pequeño formato, es otra obra de formato mayor que hace las veces de mesa. Esa obra, en estado de reposo, representa la rama de la pared, la que lleva un año en el mismo lugar, haciéndose nueva en cada nuevo día, muriendo un poco más a cada nuevo instante. En este punto podríamos hablar de metapintura, ponernos estupendos y mostrar un catálogo de referencias  y de ismos, pero hablemos, mejor, de la convivencia entre la extrañeza, lo sutil y lo innombrable. Ahí es donde la obra de Laura Ríos habita.

 

Si las últimas obras de Laura prescinden casi en su totalidad de la figura humana, la obra de Pedro se nutre casi por completo de ella. Su estudio, una galería abovedada sobre el Arco de Cuchilleros de la Plaza Mayor,  impacta por la multitud de miradas que rodean al artista en su soledad creadora. Sus esculturas nos hablan de la inocencia, de lo vulnerable y del daño. La infancia y la vejez son las etapas más frágiles de la vida, también, quizás, las más libres de máscaras. En la niñez se van creando las capas que  llevan hacia a la vida adulta: el niño es entonces una pieza pura que desconoce los protocolos de su identidad, y el anciano, por su parte, va soltando esas mismas capas, mostrando su itinerario vital en las arrugas de su rostro. Entre estos parámetros la obra de Pedro Quesada se carga de emotividad, siempre más contenida en las figuras de infancia si atendemos a los rostros serenos de los niños, y, necesariamente, algo más desatada si nos fijamos en la representación de la vejez y las huellas de la vida. Pero siempre hay emoción, una misma emoción que nos habla de existir en este mundo, de convivir con él y con nosotros mismos.

 

También sus paisajes o bodegones participan de la humanidad. Son paisajes con arquitectura. Una arquitectura cotidiana y próxima, emparentada con la rutina, distante al ornamento y a la distracción en ostentaciones, directa a la esencia de la vida. Sus bodegones son alimentos. El barro, el bronce, la resina y el grafito son en su obra los ingredientes que nutren una manera de estar en las cosas más entera, más en consonancia

con su entorno. Una manera honesta y desnuda. También “humana, demasiado humana” que diría cierto filósofo alemán conocido por su vitalismo y por abrazar caballos.

 

Se unen, pues, en la Galería Gurriarán, dos voces que transfiguran en subversivo el acto creativo. Serenidad, sutileza y cuestionamiento que se posicionan frente a la velocidad y lo histriónico de los últimos tiempos.

 

Constantino Molina