GALERÍA GURRIARÁN

 

AVENTURA DE MIGUEL OLIVER

 

Más o menos adormecido como llevamos todos el instinto —los instintos—, no parece que aducirlo como cualidad de un artista sea de entrada la mejor manera de ponderar sus virtudes. Sin embargo es lo primero que me viene a la cabeza cuando pienso en Miguel Oliver (Madrid, 1968) o cuando me topo con alguna pintura suya. Nuestro contemporáneo tiempo artístico cursa con tal sofisticación, bajo tal capa de conceptualizaciones, estrategias y protocolos de validación, que al fondo de ese sustrato compactado y mineral apenas si se hace posible oír el paso de la corriente viva, si es que esta no se ha terminado por secar definitivamente. Por traer un ejemplo: qué pocas veces falta del comentario a la obra de cualquier artista, incluso de su propia presentación teórica, la consabida fórmula que viene a decir: “… fulano reflexiona en esta exposición acerca de…”. Normalmente, la tal “reflexión” enseguida se ve que brilla por su ausencia, suplantada por una simple tematización plástica o visual de algún asunto que, por lo demás, ya se encuentra en la plaza pública tematizado abundantemente y en el mismo sentido en el que el artista lo retoma ahora.

Casi nunca, además, esa supuesta reflexión nos ofrece algún resultado, alguna conclusión, siquiera alguna pista de la exploración, en concreto, abordada. Pero, aun así, vamos a darla ahora por buena, vamos a presumir que ha existido con las características que en otros ámbitos distintos del artístico (que por lo visto goza de una franquicia especial y de una patente rebaja de exigencias a estos efectos) desde luego requerimos de algo a lo que llamamos así, reflexión, en la práctica del pensamiento que ejercen sin ir más lejos filósofos, historiadores o ingenieros. Lo que correrá entonces peligro grave de ocurrir es que el pensamiento crítico acabe por convertir la obra artística en un documento que lo ilustra, que lo ejemplifica. En la obra se nos insta, pues, a leer como en cualquier otro texto. Pero no lo oímos, no la oímos a ella. A eso me refería con lo de la mudez a la que aparece entonces condenada esa viva corriente bajo la roca en que fraguan los conceptos. Y aunque ese texto existe siempre, aunque una pintura siempre tenga ese lado iconográfico e iconológico que la presenta como texto, lo que nos mueve hacia ella y nos retiene ante ella no es —hablo como aficionado, como un aficionado a la carnalidad, a la corporalidad de la pintura— exactamente eso. Otra cosa sería ver qué atrae hacia una pintura a filósofos de la estética o sociólogos o expertos en ciudades inteligentes; pero será seguramente algo muy distinto de lo que llama a un aficionado, y es bastante probable que ese algo sea justamente el arte —el Arte, concepto con el que jugar y del que usar— lo que determina el motivo de su interés, mucho más que la pintura, que para un aficionado como yo, resulta ser, antes que nada, cosa carnale.

 Miguel Oliver es, como se ve pronto, un pintor instintivo, alguien en quien la práctica de la pintura va llevada fundamentalmente por la intuición, alguien, en fin, que pinta con muy poca mediación intelectiva entre la materialidad real de su obra y la tarea física y sensible que desde el pintor conduce hasta ella. Pintor de ojo, brazo y corazón, se hubiera dicho en las viejas tertulias. Pero siendo como es un pintor sabio, un pintor habitado por la pintura y enamorado de muchos precedentes de la tradición —de Italia y su pintura, por ejemplo—, esto no quiere decir, naturalmente, que se trate de un pintor sin pensamiento; al revés, un gran número de pinturas suyas recogen una reflexión, esta vez cierta, acerca de la pintura misma, de esa tradición y de algunas concretas pinturas del pasado y, lo que es más importante, acerca de cómo el pasado es pasado, es decir, cómo puebla con presencias casi votivas el espacio en el que sin embargo tiene lugar (nunca mejor dicho) la vida presente. Vemos, por ejemplo, en una pared desnuda, lo que sería un dibujo para una tela de Vermeer, en otra una pintura de Miró sobre el muro de una habitación con personajes, y en muchas ocasiones son las pinturas del propio Oliver las que cuelgan de las paredes de los habitáculos en los que se traduce el espacio de sus obras, por lo general muy pensado y muy constituyente. Pero hay una pequeña pintura entre las últimas que he visto suyas que acaso aclare las cosas. Es casi un emblema, una empresa más o menos heráldica. Se titula Sin esfuerzo y lleva este mismo rótulo pintado y entrecomillado en la propia tela, presidiendo la representación del cráneo de algún animal sobre una mesa. La naturaleza, quiere decirnos, tal como asombraba a Nietzsche, hace sus obras sin esfuerzo, tanto las del nacimiento y la germinación como, en este caso, las de la aniquilación. La naturaleza no encuentra obstáculos ni dudas ni incertidumbres a la hora de construir ni a la de destruir; los hombres, sí, los artistas, paradigmáticamente. El ideal de obrar y crear como la naturaleza es por tanto un ideal para el pintor que quisiera pintar como el árbol produce sus flores y sus frutos, llevado únicamente de la fuerza, de la vida, de la corriente de su vida física, carnal.

Es posible que entre aventureros y entre individuos de condición sensual sea más difícil encontrar intelectuales que en los departamentos de la universidad (aunque nunca se sabe). Cabe pensar que la urgencia de contar lo vivido y, en general, la de atestiguar de la experiencia gozosa o dolorosa en las carnes, es muy probable que arrollen en esas personalidades, con su necesidad inaplazable, cualquier pretensión mental o especulativa de hacerse con el espacio y con los seres y las cosas que lo habitan para transformarlo a la postre en documento de interés o campo de reflexión. Si esto, por el contrario, sucede, seguramente al aventurero y al hedonista les parecerá una lástima y, además, una manera de la ingratitud o del desdén.

 Las pinturas de Miguel Oliver corresponden a la vida —a la vida física, a la carnalidad, a la corporeidad material, a veces opulenta, oronda, musculosa, a veces magra, seca, de la vida— con un ejercicio que lo es de gratitud; son, según lo veo, parte todavía de la experiencia. De su periplo por Centroamérica, Costa Rica, Argentina, por el Sudeste asiático, Bangladesh, China…, queda aún en las pinturas un hálito de materialidad que retiene horas, rostros, cuerpos, luces. Y queda el homenaje, desde luego, a esa realidad material de la vida, a la que quisiera corresponder una pintura cuyo ideal se orienta hacia la inmediatez, hacia la espontaneidad, hacia la verdad incondicionada de los instintos en la acción de la naturaleza.

Enrique Andrés Ruiz

 Enero 2019